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Me encontraba delante del ordenador, pero cuando el jefe de producción entró en mi despacho, sin avisar, había logrado minimizar el buscaminas. Si me hubiese pillado, sin duda hubiese cambiado su opinión y no me hubiese hecho la gran oferta. No se anduvo con rodeos: “He pensado en ti como candidato a sustituirme”. Sin duda un buen hombre, a un paso de la jubilación. Pero no fue lo único que dijo.

Cuando cerró la puerta, volví al buscaminas. Y me estalló una. No me daba concentrado, la otra noticia no era de mi agrado. Un puesto, dos candidatos.

¿La otra alternativa al puesto? No me había dicho quién era. Me temía lo peor. Si me sale una cosa bien, entonces aparece un matiz que la puede convertir en pésima, así ha sido siempre mi vida, y yo no me he quejado. Supe quien era en el siguiente descanso. Cuando Quintanilla comenzó el juego. Traía bien afilados sus cuchillos, y de qué modo los clavó en mi grasa, el muy cerdo.

-¡Lo mataste porque se tiraba a tu mujer!
-¿Qué_se_qué? -respondí-. Eso no es cierto. Sólo yo me tiro a mi mujer.

Ahí se pusieron complicadas las cosas.

La verdad es que no fui el primer blanco de Quintanilla, hubo un chico que casi no llegamos a conocer, muy joven, granos en la cara, pero bien parecido. Quintanilla lo pintaba como un personaje de Ibáñez. Por lo general, dentro de la fábrica, recogía herramientas, las cargaba hasta el puesto de cualquier operario y nos traía agua. A decir verdad, nos aprovechábamos y lo utilizábamos para todo, menos como ayudante. Pero su situación en la fábrica cambió después de una cena de empresa.

Seguíamos a última hora en un abarrotado bar de copas y Quintanilla llevaba hora y media aburriendo a una rubia. La chica aprovechó un despiste y se zafó, directa hacia la barra. Pero la siguió. Esquivó a dos, apartó a uno, llegó, cogió aire y pidió dos copas antes de que el camarero la atendiese. Ella rehusó, después quiso pagársela, y por último accedió a desgana. Quintanilla retomó la conversación. Y no paró. De hablar.

La chica más educada del pub lo escuchó hasta que él no pudo aguantar las ganas de echar un meo. Caminaba medio encorvado y sólo le faltaba apretar las piernas para no mojar los pantalones. La rubia no lo miro alejarse, salió disparada de la barra en dirección opuesta. La suerte se alió con ella: tropezó con el chico de los recados.

Se quedaron quietos, muy quietos. No se movieron en al menos… un minuto.

Yo lo vi claro y le guiñé un ojo. El chico me entendió y apoyó la mano en la cara de ella, un gesto que me pareció apropiado. Quizás se conociesen del principio de la noche. Habló sobre acompañarla a casa en un SEAT Ibiza indestructible. O quizá sobre otro tema. El caso es que no tardaron cinco minutos. Le dijo a ella lo a gusto que se encontraba charlando y… nada, la llevó del brazo hacia la promesa de una charla más larga. Un abrazo en la noche.

Quintanilla acabó justo para verlos salir de la mano por la puerta.

- Claro, yo la caliento, y éste se aprovecha.

Por una vez, tuvo que aguantar nuestras burlas. Pero era un tipo rencoroso. Se alisó los cuatro pelos que le quedaban en la cabeza y salió del local.

Al día siguiente, nos reímos mucho del Botones Sacarino. En la hora de descanso, Quintanilla le hizo visitar secciones que nunca existieron. Luego, le dijo que preguntase al encargado dónde guardaban las pilas de mil voltios para la moto-traílla.

Pensé en aquel joven, en que debería haberle dado mi apoyo en lugar de reírme como un más. De todos modos, yo no lo hice sentirse incómodo, no lo hice el hazmerreír de la fábrica.

Crucé la mirada con Quintanilla y le di un repaso de la cabeza a los pies. Ese cabrón seguía jugando con el aspa y contando sus chistes de gordos. Mientras, yo me achicharraba debido a esa subida de calor que provoca la vergüenza, y quizás también la incertidumbre en una persona un poco tímida. ¿Daría resultado? Él no lo sabía, pero me acababa de poner el ascenso en las manos: acababa de ocurrírseme como inhabilitarlo para la junta de mañana.

¿A qué estaba esperando?

Cogí aire, apreté los dientes y me dirigí hacia la puerta.

Los dos tipos de bigote se dieron un codazo cuando pasé por delante. Cómo es este Quintanilla, decían. No me importó, en cuestión de minutos volverían a chupar un aire sulfuroso que tapona las narices con un polvillo que sabe a salado. Y sin plus por toxicidad.

Me coloqué a unos pasos y les di la espalda.

Sobre la pared, descansaba Bruno, con su camiseta de Batman por debajo del buzo, que llevaba abierto. De la que tenía tantas iguales. Se había acercado a nuestra sala hacía un par de minutos, al oír las risas, y permanecía en la entrada, apoyado sobre el panel de interruptores.

Me detuve. Bruno también reía, pero se puso serio cuando me vio a su lado.

- Qué calor, ¿no? -dije.

No aguantó y la risa explotó dentro de su boca.

- Dale ahí, coño. Qué nos estamos achicharrando.
- Sí, dale, dale. Hazle caso, que se nos derrite.
- Míralo qué coloradito.
- Dale, que está sudando tocino.

Y es que reían a mi espalda, reían a mi lado, reían enfrente, reían en la pared del fondo. Quintanilla los hizo reír a todos.

- Al Juan cuando pide una hamburguesa, le traen una sección de la vaca.

Con tanta risa, Bruno García Díaz no pulsaba el interruptor del ventilador. Y en cualquier momento Quintanilla podía meterse el dedo en el culo y dejar los toquecitos.

El azul, pulsa el azul de una vez, pensaba para mí.

Entonces comencé a provocar pequeños eructos que me tragué hasta que llegó el grande. Solté el mayor eructo con olor a sardinas de la historia y abrí la boca y exhalé hasta que me dolieron los pulmones. Sin duda haría falta un poquito de aire fresco.
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