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Un Poco de Mano Izquierda
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Relato corto. Un Poco de Mano Izquierda. Página 2

Dibujo de una television y la letras "AQuemarropa"



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Alex Rodríguez

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Madonna Leyendo
Pepe se encontraba apoyado contra la pared lateral derecha. Su pelo engominado apuntaba en muchas direcciones, o quizá en ninguna, como su futuro en la empresa. Sus ojos lloraban y hacía un meritorio esfuerzo para contener la risa y masticar, aunque no logró evitar que viese como sus dientes amarillos trituraban un trozo de pan y una fibra roja. Un hilo de saliva unía sus labios.

-Aquí no pintas nada -me dijo Quintanilla-. Es que eres... Eres…

Cuando Quintanilla me llamó albóndiga, Pepe se atragantó, tosió un par de veces y por fin escupió al suelo el bolo a medio masticar.

A mi derecha, escuché un silbido, y otro compañero duchó de refresco al operario de su lado porque no pudo aguantar la risa. El operario intentó secarse la cara con las manos, y Quintanilla le ofreció su pañuelo, el mismo que había pasado por la nariz.

Por fin los tipos con los que trabajaba pudieron soltar la risa contenida, pero ¿de qué reían? No me lo contarían, y yo no podía dejar de ver las contorsiones de mandíbula que les provocaba la risa.

Y sin embargo, Quintanilla no había intentado hacer un chiste. Él no reía.

Poco a poco el ambiente se fue calmando y las risas cesaron. Su público había dejado los aplausos y entonces pudo continuar la función teatral.

-¿Y qué me decís de aquella otra vez? Cuando acabó bailando en calzones.
-De líneas rosas.

Era verdad, me había puesto en calzones. Pero de qué iban. Lo hicimos en muchas cenas de empresa, en muchas discotecas, y todos nos pusimos en calzones.

-Todos -dije- estábamos en calzones.
-Pero en las fotos sales tú sólo.
-Ya lo colocamos en la sección de contactos para chicos. Con las otras.

Me sentí humillado y no sabía a dónde mirar. Me apoyé en la pared, me erguí y al momento me volví a apoyar; miré al suelo, paseé la vista por la habitación y esquivé las miradas.

Pensaba en huir, y no era un cobarde. Buscaría un respiro fuera, aire fresco porque sentía un calor asfixiante. Sin embargo deseché la idea, el aire vendría saturado de polvillo arenoso porque la empresa donde trabajo está ubicada en el desierto, en el mismo infierno, y pasaba de ahogarme. Además andaba corto de tiempo, cómo para llegar a la salida, ubicada al otro lado de la fábrica. Miré el reloj y no faltaban ni diez minutos para que el grito de la campana nos devolviese al tajo.

Me quedé e intenté no escucharlo. A mi bocata.

Sin apetito, ninguno, apuré los bocados que me quedaban del bollo de sardinillas que mi mujer me preparó, proeza que logré sin la ayuda de la Coca Cola de la vieja máquina de refrescos. Matutano seguía mirándome, con la máquina abierta y los brazos cruzados, pero irme sería una derrota. Y me gusta para comer. Tampoco me quedaba otra, la cerveza quedó prohibida siglos atrás.

Si bien no para todos.

Los jefes bebían, y por botellas de cristal. Los podía imaginar, allá, cómodos y deleitándose con sus puros y sosteniendo la mirada de las guapas secretarias, limpias, que huelen a fragancias de jazmín o vainilla. O fresa, me da igual. En una sala aparte, claro, llena de cojines para los sofás. Pensar en la junta de ascenso de mañana, me hizo volver a Quintanilla. ¡Cómo si no tuviese bastante con tenerlo delante!

Nos pelearíamos con carpetas llenas de planos, con diapositivas de proyectos y con cuchillos si hacía falta, con tal de ganar un hueco en los sofás. No veía la hora de grabar la forma de mi culo. Allí dentro había aire acondicionado, se decía. En cambio, los que bebíamos Coca Cola disfrutábamos de un ventilador, aunque eléctrico, eso sí. Ocupaba media pared. Pero estaba apagado, y yo ahora lo deseaba.

Miré hacia el ventilador y la mosca seguía allí. Pero no duró mucho porque Quintanilla dejó la escuadra con la que jugaba sobre la mesa, se sentó en ésta e introdujo la mano por el hueco en la rejilla del ventilador, y se puso a jugar con el aspa.

Hubo un tiempo en el que me cansé de repetirle lo peligroso que resultaba y me respondía que no lo agujereó él. Ahora me daba igual. Fue el que protestó por la cadenilla que se enganchó al eje, y sí, hacía un ruido de mil demonios, la verdad, pero no se molestó en quitarla, sólo protestó. Cuando Pepe me ayudó a quitarlo, protestó porque agujereamos la reja.

Así era él.

Siempre pensé que la cadenilla era suya, que no podía quedarse quieto.

Sí, lo merecía. Ojalá se encendiese de repente. Eso aliviaría mi calor.

El caso es que sudaba y sentía que la cara me saltaría en llamas de un momento a otro; Quintanilla contaba, por enésima vez, la aventura del Variedades.

- ¿Os podéis creer que no subió? Nosotros dentro, juega que te juega con las chicas, y Juan las invitaba a copas. “Yo champán”. Se gastó más y no la sacó a pasear. -Se encogió de hombros: ¿vosotros entendéis a Juan?-. En las cenas a las que fue no le vi acercarse a un chochito. Y mira que le presentaba chicas.

Quintanilla golpeó el aspa del ventilador empleando el dedo índice. Le dio un toquecito y, cuando ésta retrocedió a su dedo, otro. Dio unos toquecitos más, entonces paró y dijo:

- Siempre pone la misma excusa: estoy casado. Y le digo que yo también.

Pero no éramos iguales. Y nadie lo entendía.

Mis compañeros iban cargando el ambiente con sus risas, como la niebla que lo va envolviendo todo. Mi mirada atravesó esa niebla, una mirilla infrarroja que lo apuntaba. Para matarlo. Siempre la misma historia. Estaba por darme la vuelta e irme, sentía el sudor deslizarse por mi espalda, el corazón... ¡la máquina de refrescos estaba cerrada! Y no veía a Matutano.

Las burbujitas ácidas explotaron en mi lengua. Di otro trago y me pasé la lata por la frente. Me sentí bien. Y entonces tuve que apretar fuerte los labios para no dejar escapar el gas de los eructos que me estaba tragando y que explosionaron hacia mi boca. No quería llamar la atención.

Ellos no se percataron de mis esfuerzos y yo no había visto que al repartidor, que seguía allí, pero apoyado sobre una mesa del fondo, le caían las lágrimas. Me había perdido el último chiste.

Quintanilla esperó a que las risas se calmasen para pasar a la siguiente historia. Levantó las palmas y dijo que era muy guapa.

-¿Guapa? Era la hermana guapa de Elsa Pataki. Pero…

Pero volvió a los preámbulos, le gustaba darle cuerpo a sus historias, detalles irrelevantes que nunca soporté, ni presté atención.