No me inmuté cuando sonó el timbre de la hora
de descanso, sino que escupí en la papelera.
Releía mi proyecto sobre el aprovechamiento de
los sulfuros en la evacuación de los gases, y
comencé a imaginarme soltando el discurso ante
los jefes. Qué emoción. Entonces escuché una
risa lejana que provenía de algún lugar de mi
cabeza. Andábamos por la misma edad, y Axl
Rose había follado con las mujeres más guapas,
poseía a millones de fans con su voz y acababa
de sacar el disco más demorado de la historia. En
cambio, yo me conformaba con llegar a casa y
escucharlo por fin.
Le di un mordisco a mi bocadillo de sardinillas y,
mientras masticaba, abrí la agenda en la página
que había marcado con la cinta. Había rodeado
en rojo el día veinticinco, porque era el día de la
junta, y había ido tachando las tareas previas,
una por una hasta la última: “Aprovechamiento
de sulfuros”. La taché una vez más y la
emborroné hasta no poder leerla, luego cerré la
agenda. La sostuve en mis manos hasta que se
me ocurrió donde quedaría bien. Pero no encesté,
dio en el borde de la papelera.
Necesitaba un trago. Lo más parecido a una
cerveza era la Coca Cola de la vieja máquina de
refrescos, pero la habían trasladado del pasillo a
la puta sala de descansos. No podía acabarme el
bocadillo sin mojar la garganta, y sólo de pensar
lo que me esperaba me venían arcadas. Cubrí el
bocadillo con el celofán, lo metí en la riñonera,
me enfundé el casco para pasar por la zona de
trabajo y salí a por la Coca Cola. Qué cojones,
entraría, cogería la lata y saldría. No tendría que
interactuar con nadie.
Recuerdo que me molestó el penetrante olor.
Desde que crucé la puerta. Olía a ese sudor que
lleva pegado a la piel una semana y vuelve la piel
más oscura, y yo no lo entendía, en estos
tiempos. Eché una mirada alrededor, pero no
pude determinar su procedencia, flotaba por la
sala de descanso.
Me acostumbraré, me dije mientras
desabrochaba la goma elástica del casco y
echaba un vistazo al panorama. Miraba para
aquellos tipos y me olía conocido.
A mierda de cerdo.
A pocilga.
A cuando era niño y encerré a mi hermano en
una mierda de pocilga el día de su sexto
cumpleaños. Claro, quiso chivarse a nuestro
padre, no recuerdo por qué, y a los ocho años,
me pareció la opción más lógica. No era mi
hermano el que olía mal. Tardé días enteros en
quitarme el olor a mierda. Mis compañeros olían
a esa suciedad. Ellos contaban chistes,
compartían historias de gordos y comían
bocadillos. Como mi hermano, me sentía solo y
desamparado en aquella pocilga.
Los jefes lo habían llamado convivencia. La
reunión había sido eterna, y todo para decirnos a
qué hora y dónde pasaríamos el resto de los
descansos. No había comodidad. La tenue luz de
este rectángulo de cuatro por seis metros
procedía de una bombilla sin lámpara que
colgaba del techo. Ni un calendario de tetas.
¿Era yo el único capaz de pensar?
Mierda, la máquina estaba abierta y el hijoputa
del encargado de llenarla no hacía otra cosa que
beberse una Coca Cola.
-Hola -dije.
Me miraron, pero no me respondieron. Entonces
respiré hondo y aguanté el aire unos tres
segundos en mis pulmones. Alcé la mano, y luego
dije hola a los dos compañeros más cercanos. Se
sonrieron. Los demás siguieron riendo, a lo suyo,
ajenos a mi presencia hasta que Quintanilla me
señaló.
-Hombre, hablando de Roma. -Oh, mira,
sorpresa, si hablaban de mí-. Ahora, al verte, me
viene a la cabeza la última cena de empresa.
Me quedé quieto, y después me aparté hacia un
lado. Mis compañeros no se tapaban la nariz,
tampoco los oídos, sólo miraban, hacia sus
bocadillos. O hacia las paredes, pintadas de un
aburrido tono grisáceo. Habían dejado de reír.
Yo a lo mío. Matutano no cerraría la máquina de
refrescos hasta el final del descanso, si sabía que
la quería utilizar, así que me puse a disimular.
Saqué mi bocadillo, retiré un poco el celofán y le
di un mordisco. Me supo a cerdo y me costó gran
esfuerzo pasarlo por la garganta. Lo mejor será
concentrarme en masticar bien, pensé.
Los hombres con los que trabajo se mantuvieron
callados, por lo que sentía esa incomodidad que
provoca el saberse observado. No entendía
porque disimulaban, a no ser que me estuviesen
preparando una jugarreta. Quizás fuese eso, o
quizás vivía alejado de la realidad. No quería
pensar, pero me costaba mucho poner la mente
en blanco.
Quintanilla me hizo volver.
-Ahora, a Juan le da por las sardinas. El primer
día llegó con la fiambrera llena de… ¿De qué era?
De esos emparedados de jamón y queso. ¿Cómo
los llaman ahora?
Qué importaba, pura palabrería. Era de esas
personas que no sueltan el turno. Cuando se
quedan sin argumentos, leen etiquetas, anuncios
comerciales o cantan el estribillo de una canción
porque no son capaces de recordarla entera. Pero
siempre interrumpen al que habla. Y cuando no,
molestan con lo primero que encuentran. Así,
Quintanilla echó una mirada a su alrededor, se
pasó la mano por la calva y golpeó la mesa con el
canto de una escuadra de dibujo. La sujetó a la
altura de los ojos y sesgó el aire con ella. Los
demás dejaron de morder los bocadillos y de
beber de las latas de refresco, le prestaban tanta
atención como si fuese a desvelar el sentido del
mundo.
Sin embargo yo no le encontré sentido alguno a
lo que desveló.
-Su entrada fue espectacular -dijo-. Entró por la
puerta destinada a los camiones.
Era adrede, no podían ser tan tontos.
-Lo recordamos, nos reímos días enteros.
-¿Quién le puso el mote?
Cerré los ojos, y sin embargo escuchaba las risas,
porque no podía arrancarme los tímpanos. Miré
hacia la pared y conté el número de interruptores
del panel que controla las luces y los aparatos
eléctricos fijos, como el gran ventilador
empotrado en la pared, ése que seguía apagado
y yo miraba con deseo.
Conté once, uno azul. Joder, no encontraba el
agujero para meterme bajo tierra. Paseé la vista
por la sala y busqué una idea en la que pensar. ¿
Cuál olería tan mal? Si me guiaba por la vista,
podía ser cualquiera. Lo mismo me decía la
intuición. Di tres pasos a la derecha siguiendo la
pared, y olía igual, la misma intensidad.
Entonces una gota de sudor me resbaló desde la
sien hasta el inicio de la barba y allí se quedó
atrapada hasta que la sequé con la manga del
buzo. Disimuladamente, olfateé mis sobacos pero
no saqué una conclusión. ¿Me había echado
desodorante al salir de la ducha?
Intenté recordarlo.
No pude, una mosca comenzó a revolotear por la
zona donde me encontraba. Avanzó unos dos
metros zigzagueando hasta que encontró donde
posarse, un aspa del ventilador, justo a la
espalda de Quintanilla. Sentí el deseo de correr
tras ella y aplastarla, aunque ¿qué culpa tenía?
No la hubiese atrapado ni faltándole un ala. Yo no
era rápido. Tampoco resistente, la verdad. A
nada. Y sólo de espantarla me sentía fatigado.
Abrí la cremallera del buzo para coger aire
después del esfuerzo, y bajé éste a la cintura.
Los tipos con los que trabajaba llevaban el buzo
abrochado hasta el cuello, bien apretadito a la
garganta, no fuesen a coger frío.
Tampoco había motivos para sentir calor.
Habíamos parado hacía cosa de diez minutos y el
termómetro de la pared marcaba una
temperatura agradable: 16,4ºC. De todos
modos, yo sentía calor.
Respiré hondo y mantuve el aire en mis
pulmones. Cuatro segundos, esta vez.
A su vez, Quintanilla hizo una pausa para
sonarse. Sacó un pañuelo de tela blanca,
desdobló sólo el primer pliegue, lo pasó por la
nariz y lo apretó contra ella. No hizo ruido, en
cambio observó por el rabillo del ojo la cara de
nuestros compañeros.