No me inmuté cuando sonó el timbre de la hora de descanso, sino que escupí en la papelera. Releía mi proyecto
sobre el aprovechamiento de los sulfuros en la evacuación de los gases, y comencé a imaginarme soltando el
discurso ante los jefes. Qué emoción. Entonces escuché una risa lejana que provenía de algún lugar de mi cabeza.
Andábamos por la misma edad, y Axl Rose había follado con las mujeres más guapas, poseía a millones de fans
con su voz y acababa de sacar el disco más demorado de la historia. En cambio, yo me conformaba con llegar a
casa y escucharlo por fin.
Le di un mordisco a mi bocadillo de sardinillas y, mientras masticaba, abrí la agenda en la página que había
marcado con la cinta. Había rodeado en rojo el día veinticinco, porque era el día de la junta, y había ido tachando
las tareas previas, una por una hasta la última: “Aprovechamiento de sulfuros”. La taché una vez más y la
emborroné hasta no poder leerla, luego cerré la agenda. La sostuve en mis manos hasta que se me ocurrió donde
quedaría bien. Pero no encesté, dio en el borde de la papelera.
Necesitaba un trago. Lo más parecido a una cerveza era la Coca Cola de la vieja máquina de refrescos, pero la
habían trasladado del pasillo a la puta sala de descansos. No podía acabarme el bocadillo sin mojar la garganta, y
sólo de pensar lo que me esperaba me venían arcadas. Cubrí el bocadillo con el celofán, lo metí en la riñonera, me
enfundé el casco para pasar por la zona de trabajo y salí a por la Coca Cola. Qué cojones, entraría, cogería la lata y
saldría. No tendría que interactuar con nadie.
Recuerdo que me molestó el penetrante olor. Desde que crucé la puerta. Olía a ese sudor que lleva pegado a la piel
una semana y vuelve la piel más oscura, y yo no lo entendía, en estos tiempos. Eché una mirada alrededor, pero no
pude determinar su procedencia, flotaba por la sala de descanso.
Me acostumbraré, me dije mientras desabrochaba la goma elástica del casco y echaba un vistazo al panorama.
Miraba para aquellos tipos y me olía conocido.
A mierda de cerdo.
A pocilga.
A cuando era niño y encerré a mi hermano en una mierda de pocilga el día de su sexto cumpleaños. Claro, quiso
chivarse a nuestro padre, no recuerdo por qué, y a los ocho años, me pareció la opción más lógica. No era mi
hermano el que olía mal. Tardé días enteros en quitarme el olor a mierda. Mis compañeros olían a esa suciedad.
Ellos contaban chistes, compartían historias de gordos y comían bocadillos. Como mi hermano, me sentía solo y
desamparado en aquella pocilga.
Los jefes lo habían llamado convivencia. La reunión había sido eterna, y todo para decirnos a qué hora y dónde
pasaríamos el resto de los descansos. No había comodidad. La tenue luz de este rectángulo de cuatro por seis
metros procedía de una bombilla sin lámpara que colgaba del techo. Ni un calendario de tetas.
¿Era yo el único capaz de pensar?
Mierda, la máquina estaba abierta y el hijoputa del encargado de llenarla no hacía otra cosa que beberse una
Coca Cola.
- Hola -dije.
Me miraron, pero no me respondieron. Entonces respiré hondo y aguanté el aire unos tres segundos en mis
pulmones. Alcé la mano, y luego dije hola a los dos compañeros más cercanos. Se sonrieron. Los demás siguieron
riendo, a lo suyo, ajenos a mi presencia hasta que Quintanilla me señaló.
- Hombre, hablando de Roma. -Oh, mira, sorpresa, si hablaban de mí-. Ahora, al verte, me viene a la cabeza la
última cena de empresa.
Me quedé quieto, y después me aparté hacia un lado. Mis compañeros no se tapaban la nariz, tampoco los oídos,
sólo miraban, hacia sus bocadillos. O hacia las paredes, pintadas de un aburrido tono grisáceo. Habían dejado de
reír.
Yo a lo mío. Matutano no cerraría la máquina de refrescos hasta el final del descanso, si sabía que la quería
utilizar, así que me puse a disimular. Saqué mi bocadillo, retiré un poco el celofán y le di un mordisco. Me supo a
cerdo y me costó gran esfuerzo pasarlo por la garganta. Lo mejor será concentrarme en masticar bien, pensé.
Los hombres con los que trabajo se mantuvieron callados, por lo que sentía esa incomodidad que provoca el
saberse observado. No entendía porque disimulaban, a no ser que me estuviesen preparando una jugarreta.
Quizás fuese eso, o quizás vivía alejado de la realidad. No quería pensar, pero me costaba mucho poner la mente
en blanco.
Quintanilla me hizo volver.
- Ahora, a Juan le da por las sardinas. El primer día llegó con la fiambrera llena de… ¿De qué era? De esos
emparedados de jamón y queso. ¿Cómo los llaman ahora?
Qué importaba, pura palabrería. Era de esas personas que no sueltan el turno. Cuando se quedan sin argumentos,
leen etiquetas, anuncios comerciales o cantan el estribillo de una canción porque no son capaces de recordarla
entera. Pero siempre interrumpen al que habla. Y cuando no, molestan con lo primero que encuentran. Así,
Quintanilla echó una mirada a su alrededor, se pasó la mano por la calva y golpeó la mesa con el canto de una
escuadra de dibujo. La sujetó a la altura de los ojos y sesgó el aire con ella. Los demás dejaron de morder los
bocadillos y de beber de las latas de refresco, le prestaban tanta atención como si fuese a desvelar el sentido del
mundo.
Sin embargo yo no le encontré sentido alguno a lo que desveló.
- Su entrada fue espectacular -dijo-. Entró por la puerta destinada a los camiones.
Era adrede, no podían ser tan tontos.
- Lo recordamos, nos reímos días enteros.
- ¿Quién le puso el mote?
Cerré los ojos, y sin embargo escuchaba las risas, porque no podía arrancarme los tímpanos. Miré hacia la pared
y conté el número de interruptores del panel que controla las luces y los aparatos eléctricos fijos, como el gran
ventilador empotrado en la pared, ése que seguía apagado y yo miraba con deseo.
Conté once, uno azul. Joder, no encontraba el agujero para meterme bajo tierra. Paseé la vista por la sala y
busqué una idea en la que pensar. ¿Cuál olería tan mal? Si me guiaba por la vista, podía ser cualquiera. Lo mismo
me decía la intuición. Di tres pasos a la derecha siguiendo la pared, y olía igual, la misma intensidad.
Entonces una gota de sudor me resbaló desde la sien hasta el inicio de la barba y allí se quedó atrapada hasta que
la sequé con la manga del buzo. Disimuladamente, olfateé mis sobacos pero no saqué una conclusión. ¿Me había
echado desodorante al salir de la ducha?
Intenté recordarlo.
No pude, una mosca comenzó a revolotear por la zona donde me encontraba. Avanzó unos dos metros
zigzagueando hasta que encontró donde posarse, un aspa del ventilador, justo a la espalda de Quintanilla. Sentí el
deseo de correr tras ella y aplastarla, aunque ¿qué culpa tenía?
No la hubiese atrapado ni faltándole un ala. Yo no era rápido. Tampoco resistente, la verdad. A nada. Y sólo de
espantarla me sentía fatigado. Abrí la cremallera del buzo para coger aire después del esfuerzo, y bajé éste a la
cintura. Los tipos con los que trabajaba llevaban el buzo abrochado hasta el cuello, bien apretadito a la garganta,
no fuesen a coger frío.
Tampoco había motivos para sentir calor. Habíamos parado hacía cosa de diez minutos y el termómetro de la
pared marcaba una temperatura agradable: 16,4ºC. De todos modos, yo sentía calor.
Respiré hondo y mantuve el aire en mis pulmones. Cuatro segundos, esta vez.
A su vez, Quintanilla hizo una pausa para sonarse. Sacó un pañuelo de tela blanca, desdobló sólo el primer
pliegue, lo pasó por la nariz y lo apretó contra ella. No hizo ruido, en cambio observó por el rabillo del ojo la cara
de nuestros compañeros.
Pepe se encontraba apoyado contra la pared lateral derecha. Su pelo engominado apuntaba en muchas
direcciones, o quizá en ninguna, como su futuro en la empresa. Sus ojos lloraban y hacía un meritorio esfuerzo
para contener la risa y masticar, aunque no logró evitar que viese como sus dientes amarillos trituraban un trozo
de pan y una fibra roja. Un hilo de saliva unía sus labios.
- Aquí no pintas nada -me dijo Quintanilla-. Es que eres... Eres…
Cuando Quintanilla me llamó albóndiga, Pepe se atragantó, tosió un par de veces y por fin escupió al suelo el bolo
a medio masticar.
A mi derecha, escuché un silbido, y otro compañero duchó de refresco al operario de su lado porque no pudo
aguantar la risa. El operario intentó secarse la cara con las manos, y Quintanilla le ofreció su pañuelo, el mismo
que había pasado por la nariz.
Por fin los tipos con los que trabajaba pudieron soltar la risa contenida, pero ¿de qué reían? No me lo contarían,
y yo no podía dejar de ver las contorsiones de mandíbula que les provocaba la risa.
Y sin embargo, Quintanilla no había intentado hacer un chiste. Él no reía.
Poco a poco el ambiente se fue calmando y las risas cesaron. Su público había dejado los aplausos y entonces
pudo continuar la función teatral.
- ¿Y qué me decís de aquella otra vez? Cuando acabó bailando en calzones.
-De líneas rosas.
Era verdad, me había puesto en calzones. Pero de qué iban. Lo hicimos en muchas cenas de empresa, en muchas
discotecas, y todos nos pusimos en calzones.
- Todos -dije- estábamos en calzones.
- Pero en las fotos sales tú sólo.
- Ya lo colocamos en la sección de contactos para chicos. Con las otras.
Me sentí humillado y no sabía a dónde mirar. Me apoyé en la pared, me erguí y al momento me volví a apoyar;
miré al suelo, paseé la vista por la habitación y esquivé las miradas.
Pensaba en huir, y no era un cobarde. Buscaría un respiro fuera, aire fresco porque sentía un calor asfixiante. Sin
embargo deseché la idea, el aire vendría saturado de polvillo arenoso porque la empresa donde trabajo está
ubicada en el desierto, en el mismo infierno, y pasaba de ahogarme. Además andaba corto de tiempo, cómo para
llegar a la salida, ubicada al otro lado de la fábrica. Miré el reloj y no faltaban ni diez minutos para que el grito de
la campana nos devolviese al tajo.
Me quedé e intenté no escucharlo. A mi bocata.
Sin apetito, ninguno, apuré los bocados que me quedaban del bollo de sardinillas que mi mujer me preparó,
proeza que logré sin la ayuda de la Coca Cola de la vieja máquina de refrescos. Matutano seguía mirándome, con
la máquina abierta y los brazos cruzados, pero irme sería una derrota. Y me gusta para comer. Tampoco me
quedaba otra, la cerveza quedó prohibida siglos atrás.
Si bien no para todos.
Los jefes bebían, y por botellas de cristal. Los podía imaginar, allá, cómodos y deleitándose con sus puros y
sosteniendo la mirada de las guapas secretarias, limpias, que huelen a fragancias de jazmín o vainilla. O fresa, me
da igual. En una sala aparte, claro, llena de cojines para los sofás. Pensar en la junta de ascenso de mañana, me
hizo volver a Quintanilla. ¡Cómo si no tuviese bastante con tenerlo delante!
Nos pelearíamos con carpetas llenas de planos, con diapositivas de proyectos y con cuchillos si hacía falta, con tal
de ganar un hueco en los sofás. No veía la hora de grabar la forma de mi culo. Allí dentro había aire
acondicionado, se decía. En cambio, los que bebíamos Coca Cola disfrutábamos de un ventilador, aunque
eléctrico, eso sí. Ocupaba media pared. Pero estaba apagado, y yo ahora lo deseaba.
Miré hacia el ventilador y la mosca seguía allí. Pero no duró mucho porque Quintanilla dejó la escuadra con la
que jugaba sobre la mesa, se sentó en ésta e introdujo la mano por el hueco en la rejilla del ventilador, y se puso a
jugar con el aspa.
Hubo un tiempo en el que me cansé de repetirle lo peligroso que resultaba y me respondía que no lo agujereó él.
Ahora me daba igual. Fue el que protestó por la cadenilla que se enganchó al eje, y sí, hacía un ruido de mil
demonios, la verdad, pero no se molestó en quitarla, sólo protestó. Cuando Pepe me ayudó a quitarlo, protestó
porque agujereamos la reja.
Así era él.
Siempre pensé que la cadenilla era suya, que no podía quedarse quieto.
Sí, lo merecía. Ojalá se encendiese de repente. Eso aliviaría mi calor.
El caso es que sudaba y sentía que la cara me saltaría en llamas de un momento a otro; Quintanilla contaba, por
enésima vez, la aventura del Variedades.
- ¿Os podéis creer que no subió? Nosotros dentro, juega que te juega con las chicas, y Juan las invitaba a copas.
“Yo champán”. Se gastó más y no la sacó a pasear. -Se encogió de hombros: ¿vosotros entendéis a Juan?-. En las
cenas a las que fue no le vi acercarse a un chochito. Y mira que le presentaba chicas.
Quintanilla golpeó el aspa del ventilador empleando el dedo índice. Le dio un toquecito y, cuando ésta retrocedió
a su dedo, otro. Dio unos toquecitos más, entonces paró y dijo:
- Siempre pone la misma excusa: estoy casado. Y le digo que yo también.
Pero no éramos iguales. Y nadie lo entendía.
Mis compañeros iban cargando el ambiente con sus risas, como la niebla que lo va envolviendo todo. Mi mirada
atravesó esa niebla, una mirilla infrarroja que lo apuntaba. Para matarlo. Siempre la misma historia. Estaba por
darme la vuelta e irme, sentía el sudor deslizarse por mi espalda, el corazón... ¡la máquina de refrescos estaba
cerrada! Y no veía a Matutano.
Las burbujitas ácidas explotaron en mi lengua. Di otro trago y me pasé la lata por la frente. Me sentí bien. Y
entonces tuve que apretar fuerte los labios para no dejar escapar el gas de los eructos que me estaba tragando y
que explosionaron hacia mi boca. No quería llamar la atención.
Ellos no se percataron de mis esfuerzos y yo no había visto que al repartidor, que seguía allí, pero apoyado sobre
una mesa del fondo, le caían las lágrimas. Me había perdido el último chiste.
Quintanilla esperó a que las risas se calmasen para pasar a la siguiente historia. Levantó las palmas y dijo que era
muy guapa.
-¿Guapa? Era la hermana guapa de Elsa Pataki. Pero…
Pero volvió a los preámbulos, le gustaba darle cuerpo a sus historias, detalles irrelevantes que nunca soporté, ni
presté atención.
Nos describía lo maravillosa que había sido la cena de las pasadas navidades, la que se celebró en aquel
restaurante en la cima de la colina del culo del mundo. Pero no hablaba del restaurante de mierda al que nos llevó
sino de las copas en el garito de salsa.
En realidad, era demasiado para cualquiera de nosotros. Sí, lo era, aquella chica de medias de rejilla y minifalda
roja, la que intentó presentarme con intención de conocerla él, como solía hacer para ligar hacia el final de las
noches.
- Y nada, fui a hablar con la rubia en nombre de Juan y va y me dice: “Sí, me encanta. Tu colega, ¿no? El que
está a tres kilómetros pero se ve grande desde aquí”.
Me pareció que acababa de llamarme gordo, y las baldosas del suelo eran blancas y no debían de serlo, se
ensuciaban mucho al entrar con los pies manchados de la fábrica.
Y ojalá se muriese.
Levanté la cabeza, me concentré y nada, el ventilador no se puso en movimiento con la fuerza de mi cerebro, por
lo que Quintanilla continuó impune jugando con el aspa.
Aquello no estaba bien. Por si fuera poco me dio dos palmaditas en la espalda, como si contase la anécdota de un
amigo, y con sólo tocarme, la garganta se me resecaba. Di el último sorbo a la Coca Cola y me sorprendí
estrujando la lata.
Me empezaba a doler el estómago. La Coca Cola y las sardinas me repetían, ellos me miraban, así que no podía
soltar el gas que me presionaba el estómago para subirme a la boca. A mi pesar, me salió un pequeño hip y la lata
me cayó al suelo.
Quintanilla aprovechó la ocasión.
- Con esa panza, me gustaría verlo agacharse. ¡Pepe! Recógela tú.
Pepe la recogió.
Su repertorio se agotaba, lo que indicaba algo sobre su inteligencia que parecía yo el único capaz de captar. De
todos modos, las risas flotaban en el ambiente. Las escuchaba de fondo, distorsionadas como la voz de un
cantante en un walkman al que se le acaban las pilas.
- ¿Sabéis que le dice el médico a Juan? “Abre la boca y di mu”.
Muuuu, escuché por lo bajo y a mis espaldas. A la gracia se unieron los dos operarios de bigote. Me creían
culpable de que los hubiesen degradado de su cómodo puesto en las grúas, y yo era inocente, aunque claro, todos
lo son. Cumplía órdenes. En la empresa, fundíamos calcopirita para obtener cobre, un proceso muy tóxico, y los
jefes me mandaron que los enviase a las primeras filas del proceso de fusión, pala en mano como quien dice.
No eran los únicos. Había barajado la opción de interponer una demanda, cansado de aguantar las vejaciones a
las que Quintanilla me sometía y las estúpidas risas que provocaba día tras día con sus chistes. Pero no, me
tenían bien pillado, debido a un accidente que provoqué, hacía hoy justo tres semanas.
Aquel día metí la pata hasta el fondo, toqué un botón que no me correspondía tocar. Claro, teníamos que
desgasificar y el encargado de la cabina de control no había pulsado el botón de apertura de la válvula. Carlos era
así, un poco irresponsable, y bastante amigo de mi mujer.
Salí de mi puesto frente al ordenador que regula la composición química y miré por el ventanuco de la cabina de
control. Vacía. Entonces pregunté por Carlos a dos obreros jóvenes.
-Fue a echar un trago de la fuente.
La fuente estaba a tomar por culo, así que me metí en la cabina y pulsé un botón para abrir la válvula. Una luz se
puso en verde, esperé para cerrar la válvula y leerle la cartilla al Señor Carlos. La espera se alargaba más de lo que
había pensado, así que encendí la radio y sintonicé un programa deportivo que radiaba una tertulia sobre el
Madrid, ese equipo de fútbol. Pero tampoco me gustan la música y la política. La tertulia me aburría, así que
jugaba a girar un bolígrafo entorno al dedo pulgar. Me vino un bostezo, luego otro, y al final no me llegaba la boca
para bostezar.
Sonó entonces un pitido de alarma y la luz verde se puso en rojo. Me cayó el bolígrafo, pulsé el botón, me agaché
hasta el suelo, conseguí un giro, alguien gritó.
Salí de la cabina. Noté a los obreros alborotados, fuera de sus lugares de trabajo, pero no formaban un corro
como si hubiese algún accidentado, andaban de un lado para otro. En el ambiente se masticaba el pánico, y yo no
veía el hongo atómico, no había estallado ninguna bomba de gas letal que hiciese el ambiente irrespirable. ¿Qué
ocurría?
-Le atacó la nube de sulfuros. A Carlos.
Mi cara era de incredulidad.
-Estaba en la bajante.
Arrg, el habitáculo a donde van a parar los sulfuros de cobre.
-¿Y qué pintaba ahí?
Al rato sacaron a Carlos. Formamos un corro a su alrededor. La verdad, no lucía muy buen color.
-Fuera todos, necesita aire -dijo uno de los médicos.
Le pusieron un equipo de aire y otro seguía reanimándolo. Nos apartamos, salvo Quintanilla que no se movió
hasta que la ambulancia se llevó al pobre Carlos.
Nunca regresó.
Ese día me mandaron para casa con una baja laboral de dos semanas. Para descansar. Que en realidad no fueron
tanta baja, los días me los consumió el gobierno en estas pamplinas legales que ordenan después de un accidente
laboral. ¿No se dan cuenta que esto alarga el sufrimiento de los compañeros?
A las dos semanas volví al trabajo. Era la hora del bocadillo y me encontraba en la sala de descanso. Quintanilla
contó un chiste de gordos, y luego me preguntó qué compañías de vuelo me hacían pagar dos asientos, porque es
que tenía un primo, y todos tenemos un primo, y una mujer y algunos hasta un hijo. En ese momento lo supe, me
había sentenciado.
Llegué a pensar que no encontraría otra solución y había pedido los papeles para interponer la demanda, por
acoso laboral, porque o eso o me iba del trabajo, o me pegaba un tiro. Pero me acompañó la suerte.
Me encontraba delante del ordenador, pero cuando el jefe de producción entró en mi despacho, sin avisar, había
logrado minimizar el buscaminas. Si me hubiese pillado, sin duda hubiese cambiado su opinión y no me hubiese
hecho la gran oferta. No se anduvo con rodeos: “He pensado en ti como candidato a sustituirme”. Sin duda un
buen hombre, a un paso de la jubilación. Pero no fue lo único que dijo.
Cuando cerró la puerta, volví al buscaminas. Y me estalló una. No me daba concentrado, la otra noticia no era de
mi agrado. Un puesto, dos candidatos.
¿La otra alternativa al puesto? No me había dicho quién era. Me temía lo peor. Si me sale una cosa bien, entonces
aparece un matiz que la puede convertir en pésima, así ha sido siempre mi vida, y yo no me he quejado. Supe
quien era en el siguiente descanso. Cuando Quintanilla comenzó el juego. Traía bien afilados sus cuchillos, y de
qué modo los clavó en mi grasa, el muy cerdo.
-¡Lo mataste porque se tiraba a tu mujer!
-¿Qué_se_qué? -respondí-. Eso no es cierto. Sólo yo me tiro a mi mujer.
Ahí se pusieron complicadas las cosas.
La verdad es que no fui el primer blanco de Quintanilla, hubo un chico que casi no llegamos a conocer, muy joven,
granos en la cara, pero bien parecido. Quintanilla lo pintaba como un personaje de Ibáñez. Por lo general, dentro
de la fábrica, recogía herramientas, las cargaba hasta el puesto de cualquier operario y nos traía agua. A decir
verdad, nos aprovechábamos y lo utilizábamos para todo, menos como ayudante. Pero su situación en la fábrica
cambió después de una cena de empresa.
Seguíamos a última hora en un abarrotado bar de copas y Quintanilla llevaba hora y media aburriendo a una
rubia. La chica aprovechó un despiste y se zafó, directa hacia la barra. Pero la siguió. Esquivó a dos, apartó a uno,
llegó, cogió aire y pidió dos copas antes de que el camarero la atendiese. Ella rehusó, después quiso pagársela, y
por último accedió a desgana. Quintanilla retomó la conversación. Y no paró. De hablar.
La chica más educada del pub lo escuchó hasta que él no pudo aguantar las ganas de echar un meo. Caminaba
medio encorvado y sólo le faltaba apretar las piernas para no mojar los pantalones. La rubia no lo miro alejarse,
salió disparada de la barra en dirección opuesta. La suerte se alió con ella: tropezó con el chico de los recados.
Se quedaron quietos, muy quietos. No se movieron en al menos… un minuto.
Yo lo vi claro y le guiñé un ojo. El chico me entendió y apoyó la mano en la cara de ella, un gesto que me pareció
apropiado. Quizás se conociesen del principio de la noche. Habló sobre acompañarla a casa en un SEAT Ibiza
indestructible. O quizá sobre otro tema. El caso es que no tardaron cinco minutos. Le dijo a ella lo a gusto que se
encontraba charlando y… nada, la llevó del brazo hacia la promesa de una charla más larga. Un abrazo en la
noche.
Quintanilla acabó justo para verlos salir de la mano por la puerta.
- Claro, yo la caliento, y éste se aprovecha.
Por una vez, tuvo que aguantar nuestras burlas. Pero era un tipo rencoroso. Se alisó los cuatro pelos que le
quedaban en la cabeza y salió del local.
Al día siguiente, nos reímos mucho del Botones Sacarino. En la hora de descanso, Quintanilla le hizo visitar
secciones que nunca existieron. Luego, le dijo que preguntase al encargado dónde guardaban las pilas de mil
voltios para la moto-traílla.
Pensé en aquel joven, en que debería haberle dado mi apoyo en lugar de reírme como un más. De todos modos, yo
no lo hice sentirse incómodo, no lo hice el hazmerreír de la fábrica.
Crucé la mirada con Quintanilla y le di un repaso de la cabeza a los pies. Ese cabrón seguía jugando con el aspa y
contando sus chistes de gordos. Mientras, yo me achicharraba debido a esa subida de calor que provoca la
vergüenza, y quizás también la incertidumbre en una persona un poco tímida. ¿Daría resultado? Él no lo sabía,
pero me acababa de poner el ascenso en las manos: acababa de ocurrírseme como inhabilitarlo para la junta de
mañana.
¿A qué estaba esperando?
Cogí aire, apreté los dientes y me dirigí hacia la puerta.
Los dos tipos de bigote se dieron un codazo cuando pasé por delante. Cómo es este Quintanilla, decían. No me
importó, en cuestión de minutos volverían a chupar un aire sulfuroso que tapona las narices con un polvillo que
sabe a salado. Y sin plus por toxicidad.
Me coloqué a unos pasos y les di la espalda.
Sobre la pared, descansaba Bruno, con su camiseta de Batman por debajo del buzo, que llevaba abierto. De la que
tenía tantas iguales. Se había acercado a nuestra sala hacía un par de minutos, al oír las risas, y permanecía en la
entrada, apoyado sobre el panel de interruptores.
Me detuve. Bruno también reía, pero se puso serio cuando me vio a su lado.
- Qué calor, ¿no? -dije.
No aguantó y la risa explotó dentro de su boca.
- Dale ahí, coño. Qué nos estamos achicharrando.
- Sí, dale, dale. Hazle caso, que se nos derrite.
- Míralo qué coloradito.
- Dale, que está sudando tocino.
Y es que reían a mi espalda, reían a mi lado, reían enfrente, reían en la pared del fondo. Quintanilla los hizo reír a
todos.
- Al Juan cuando pide una hamburguesa, le traen una sección de la vaca.
Con tanta risa, Bruno García Díaz no pulsaba el interruptor del ventilador. Y en cualquier momento Quintanilla
podía meterse el dedo en el culo y dejar los toquecitos.
El azul, pulsa el azul de una vez, pensaba para mí.
Entonces comencé a provocar pequeños eructos que me tragué hasta que llegó el grande. Solté el mayor eructo
con olor a sardinas de la historia y abrí la boca y exhalé hasta que me dolieron los pulmones. Sin duda haría falta
un poquito de aire fresco.
“Eh”. Quintanilla pidió atención. Lo miramos. Se tomó su tiempo, la ira subía a su cabeza. Agarró el aspa del
ventilador y estiró la otra mano hasta apuntarme con el índice. Gritó:
- No es una vaca. Es un cerdo.
Sucedió entonces, Bruno García presionó el interruptor azul. Y…
Zas.
El brazo de Quintanilla giró con el aspa y tiró de su cuerpo hasta lanzarlo al suelo. Mientras caía, un trozo de
carne roja volaba por los aires y, por un momento, dejó una estela de sangre en forma de arco. Sentí una lluvia
cálida en mi cara. Ya no escuchaba las risas. A medio camino, en las gargantas, ahogadas por un chillido que
pareció emerger desde el fondo de una tubería. Mis compañeros pusieron muecas de asco cuando vieron la
sangre. Yo concentré la mirada en el suelo. Mantuve los brazos tras la espalda y la boca un poco abierta, como
uno más de mis compañeros.
“La leche; agarradlo”.
Dije eso porque no sabía qué decir y había escuchado exclamaciones parecidas. Aunque la mayoría no decía
nada, sus bocas permanecían abiertas, imposibles de cerrar.
Inspiré hondo un par de veces y no puede evitar sonreír durante medio segundo. Ni siquiera medio segundo
porque entonces lo vi, y la visión del miembro amputado me hizo buscar una saliva que no encontré en la boca.
No sólo veía la cara de la víctima o el muñón ennegrecido, de esa carne salía un hilo de sangre que había formado
un charco en el suelo. Y no podía apartar la vista de los tres cuartos de mano amputada, con sus deditos
retorcidos, porque la mala suerte la había colocado a mis pies.
Quintanilla miraba para el mismo sitio. Era un montón de sangre y un trozo de carne, con la piel levantada y
astillas blancas. Antes había sido parte de su mano.
Fue un instante, luego comenzó a gritar. Entonces los dos operarios de bigote lo sujetaron; lo abrazaban para que
dejase de temblar. Me di cuenta de que la risa y el dolor le provocaban movimientos de mandíbula similares. Un
instante significan alegría... Me preguntaba si Quintanilla pensaría esto cuando recordase el instante.
Los tipos de bigote lo izaron por los hombros camino de la enfermería para atenderlo mientras no llegaba la
ambulancia. Antes un operario había sacado su pañuelo, y lo único que consiguió fue emborronarle la cara de
sangre. Alguien de fuera trajo una fregona y unas bayetas.
En cuanto a mí, los calores me habían remitido y sin embargo me olía a sudor más que nunca. Olfateé el aire en
dirección a Bruno García.
No cabía duda, era él.
Aunque su cara parecía cubierta de maquillaje blanco, las gotas de sudor le resbalaban hasta la barbilla. Claro, si
había algún culpable, era quien presionó el interruptor, eso lo sabíamos todos.
Le puse una mano sobre el hombro.
- Tranquilo, la culpa no fue tuya. Qué aquí hacía un calor de la hostia, hombre.
Sonó entonces la campana.
Eché una última mirada atrás y el aire fresco del ventilador atusó mis cabellos. No pude evitar echar una mirada
y ver el trozo de carne por última vez. La sangre de Quintanilla seguía un cauce invisible hacia la puerta, abierta,
de par en par, donde encontraría un infierno de arena.
¿Tardaría en llegar?
Quizás, aunque era probable que los tipos de la fregona acelerasen el cauce.
- ¿Y qué hacemos con esto? -dijo uno de esos tipos.
- Igual se lo pueden volver a poner -dijo el más gordo de los dos.