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Un Poco de Mano Izquierda
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Relato corto. Un Poco de Mano Izquierda. Página 3
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Nos describía lo maravillosa que había sido la cena de las pasadas navidades, la que se celebró en aquel restaurante en la cima de la colina del culo del mundo. Pero no hablaba del restaurante de mierda al que nos llevó sino de las copas en el garito de salsa.
En realidad, era demasiado para cualquiera de nosotros. Sí, lo era, aquella chica de medias de rejilla y minifalda roja, la que intentó presentarme con intención de conocerla él, como solía hacer para ligar hacia el final de las noches.
- Y nada, fui a hablar con la rubia en nombre de Juan y va y me dice: “Sí, me encanta. Tu colega, ¿no? El que está a tres kilómetros pero se ve grande desde aquí”.
Me pareció que acababa de llamarme gordo, y las baldosas del suelo eran blancas y no debían de serlo, se ensuciaban mucho al entrar con los pies manchados de la fábrica.
Y ojalá se muriese.
Levanté la cabeza, me concentré y nada, el ventilador no se puso en movimiento con la fuerza de mi cerebro, por lo que Quintanilla continuó impune jugando con el aspa.
Aquello no estaba bien. Por si fuera poco me dio dos palmaditas en la espalda, como si contase la anécdota de un amigo, y con sólo tocarme, la garganta se me resecaba. Di el último sorbo a la Coca Cola y me sorprendí estrujando la lata.
Me empezaba a doler el estómago. La Coca Cola y las sardinas me repetían, ellos me miraban, así que no podía soltar el gas que me presionaba el estómago para subirme a la boca. A mi pesar, me salió un pequeño hip y la lata me cayó al suelo.
Quintanilla aprovechó la ocasión.
- Con esa panza, me gustaría verlo agacharse. ¡Pepe! Recógela tú.
Pepe la recogió.
Su repertorio se agotaba, lo que indicaba algo sobre su inteligencia que parecía yo el único capaz de captar. De todos modos, las risas flotaban en el ambiente. Las escuchaba de fondo, distorsionadas como la voz de un cantante en un walkman al que se le acaban las pilas.
- ¿Sabéis que le dice el médico a Juan? “Abre la boca y di mu”.
Muuuu, escuché por lo bajo y a mis espaldas. A la gracia se unieron los dos operarios de bigote. Me creían culpable de que los hubiesen degradado de su cómodo puesto en las grúas, y yo era inocente, aunque claro, todos lo son. Cumplía órdenes. En la empresa, fundíamos calcopirita para obtener cobre, un proceso muy tóxico, y los jefes me mandaron que los enviase a las primeras filas del proceso de fusión, pala en mano como quien dice.
No eran los únicos. Había barajado la opción de interponer una demanda, cansado de aguantar las vejaciones a las que Quintanilla me sometía y las estúpidas risas que provocaba día tras día con sus chistes. Pero no, me tenían bien pillado, debido a un accidente que provoqué, hacía hoy justo tres semanas.
Aquel día metí la pata hasta el fondo, toqué un botón que no me correspondía tocar. Claro, teníamos que desgasificar y el encargado de la cabina de control no había pulsado el botón de apertura de la válvula. Carlos era así, un poco irresponsable, y bastante amigo de mi mujer.
Salí de mi puesto frente al ordenador que regula la composición química y miré por el ventanuco de la cabina de control. Vacía. Entonces pregunté por Carlos a dos obreros jóvenes.
-Fue a echar un trago de la fuente.
La fuente estaba a tomar por culo, así que me metí en la cabina y pulsé un botón para abrir la válvula. Una luz se puso en verde, esperé para cerrar la válvula y leerle la cartilla al Señor Carlos. La espera se alargaba más de lo que había pensado, así que encendí la radio y sintonicé un programa deportivo que radiaba una tertulia sobre el Madrid, ese equipo de fútbol. Pero tampoco me gustan la música y la política. La tertulia me aburría, así que jugaba a girar un bolígrafo entorno al dedo pulgar. Me vino un bostezo, luego otro, y al final no me llegaba la boca para bostezar.
Sonó entonces un pitido de alarma y la luz verde se puso en rojo. Me cayó el bolígrafo, pulsé el botón, me agaché hasta el suelo, conseguí un giro, alguien gritó.
Salí de la cabina. Noté a los obreros alborotados, fuera de sus lugares de trabajo, pero no formaban un corro como si hubiese algún accidentado, andaban de un lado para otro. En el ambiente se masticaba el pánico, y yo no veía el hongo atómico, no había estallado ninguna bomba de gas letal que hiciese el ambiente irrespirable. ¿Qué ocurría?
-Le atacó la nube de sulfuros. A Carlos.
Mi cara era de incredulidad.
-Estaba en la bajante.
Arrg, el habitáculo a donde van a parar los sulfuros de cobre.
-¿Y qué pintaba ahí?
Al rato sacaron a Carlos. Formamos un corro a su alrededor. La verdad, no lucía muy buen color.
-Fuera todos, necesita aire -dijo uno de los médicos.
Le pusieron un equipo de aire y otro seguía reanimándolo. Nos apartamos, salvo Quintanilla que no se movió hasta que la ambulancia se llevó al pobre Carlos.
Nunca regresó.
Ese día me mandaron para casa con una baja laboral de dos semanas. Para descansar. Que en realidad no fueron tanta baja, los días me los consumió el gobierno en estas pamplinas legales que ordenan después de un accidente laboral. ¿No se dan cuenta que esto alarga el sufrimiento de los compañeros?
A las dos semanas volví al trabajo. Era la hora del bocadillo y me encontraba en la sala de descanso. Quintanilla contó un chiste de gordos, y luego me preguntó qué compañías de vuelo me hacían pagar dos asientos, porque es que tenía un primo, y todos tenemos un primo, y una mujer y algunos hasta un hijo. En ese momento lo supe, me había sentenciado.
Llegué a pensar que no encontraría otra solución y había pedido los papeles para interponer la demanda, por acoso laboral, porque o eso o me iba del trabajo, o me pegaba un tiro. Pero me acompañó la suerte.